domingo, 13 de diciembre de 2009

Dice Juan Belmonte

por Manuel Chaves Nogales

Por la mañana el efugio no es tan fácil. El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en este estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de orear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere a luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?

Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.

(Otro día, el resto).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Escritura a monedas

por Iñaki Ezkerra

Con motivo de su paso por México y del homenaje que le ha rendido la Feria del Libro de la Guadalajara, Ray Bradbury ha recordado sus difíciles comienzos y cómo empezó a escribir en la Biblioteca de la Universidad de California a la cual no pudo asistir como estudiante porque su familia era demasiado pobre. Fue dentro de esa biblioteca y al descubrir en sus sótanos veinte máquinas de escribir que funcionaban con monedas cuando escribió 'Fahrenheit 451'. Bradbury ha contado cómo decidió inmediatamente que ésa sería su oficina y cómo puso una moneda tras otra -nueve dólares en nueve díashasta acabar la novela que le consagró com
o escritor.

Cuando uno escucha esas declaraciones, cuando imagina a un jovencísimo Bradbury introduciendo con entusiasmo sus monedas en esos antiguos cachivaches, se acuerda del niño que le tira de los pantalones a su padre para que meta otra moneda en uno de esos elefantes o helicópteros o camiones o cohetes espaciales que suele haber en las entradas de ciertos locales y en las galerías comerciales para que los críos no se aburran mientras sus padres comen, beben o compran.
Y uno se acuerda también del ludópata que introduce frenéticamente un euro tras otro en la tragaperras con la esperanza de que le salga el superpremio de una fila entera de fresas o limones. Y uno entiende la ilusión de aquel joven y pobre escritor accediendo a aquellos tanques antediluvianos, apurando cada minuto que cada dólar le otorgaba, volando entre las nubes y estrellas de su primer relato, surcando las carreteras y las selvas de la ficción o viendo caer el torrente de monedas del mejor superpremio: 'Fahrenheit 451'.