sábado, 24 de noviembre de 2007

Sombría imagen del mundo


Sólo un reparo cabe ponerle al premio concedido ayer a Ana María Matute: llega con mucho retraso. Debería tenerlo hace tiempo porque ocupa un destacado espacio en nuestra literatura de posguerra, es una referencia inevitable en la narrativa de esta época, su prestigio en los años 60 mereció que sonara con insistencia para el Nobel y ahora disfruta de una amplia popularidad añadida a un reconocimiento bastante generalizado. Si algún sentido tienen estos premios institucionales es dejar memoria del papel y la significación históricas de un escritor y no pueden permitirse el seguir ignorando nombres que han llegado a edad avanzada, como Matute, o Juan Goytisolo, ausencia que clama al cielo, aunque él haga cada poco méritos para ganarse antipatías personales. La justicia poética tendría que andar por encima de semejantes pequeneces. No es la figura personal, en cambio, la que ha retrasado un galardón que culmina una lista interminable que Matute, escritora de asombrosa precocidad, empezó a recibir en plena juventud. Hoy la catalana goza de respeto popular con aureola de cariño, y eso que ni antes ni ahora ha sido persona muy sociable, porque su trato atento le siive para defender su intimidad. Hasta el tratamiento coloquial que se le suele dar, la Matute, convierte en afecto el artículo que sería un vulgarismo en otro caso.

Es la personalidad literaria la que desde sus inicios ha jugado en contra de Matute y ha provocado reticencias en los estudiosos, no en sus abundantes lectores. Quiero decir que ha escrito siempre contra corriente y no por ir en contra de nadie sino por afirmar una independencia que es rasgo suyo esencial, artístico y personal (suele expresarse al margen de las conveniencias y su vida revalida en lo privado el valor supremo de la libertad).
Cuando la novela española estaba marcada por el realismo y el objetivismo, Matute persistió en practicar su gusto por las fantasías, por una imaginería casi desbordada y por tonos melodramáticos. Frente al estilo directo, escueto y coloquial, su prosa se vuelca en un auténtico verbalismo, en el cultivo de la adjetivación sorprendente y quizás excesiva. Por otro lado, frente a la tendencia común a escribir con un oficio ensayado, ella lo hace con bastante espontaneidad.

Mediada su larga carrera, controló algo estos rasgos, pero siempre se ha mantenido fiel a sus inclinaciones básicas. No ha querido renunciar a ellas porque ahí encuentra el medio para expresar sus preocupaciones, que son, sobre todo, la presentación negativa de nuestra especie dando sucesivas vueltas de tuerca a un puñado de asuntos: el cainismo, el impacto de nuestra Guerra Civil, la violencia ejercida por el fuerte o prepotente, el desastre de las relaciones humanas, la infancia privada de felicidad, el egoísmo... Con estas creencias y un crudo nihilismo, Matute hace unas novelas oscuras porque así ve la vida. La prosa algo torrencial y la ilimitada fantasía son los medios que utiliza para construir una sombría imagen del mundo. ¿Pesimista? Sí, claro, pero de esa clase de la que se dice que un pesimista es un realista informado.
por Santos Sanz Villanueva

jueves, 8 de noviembre de 2007

Luz en casa de Hopper



Es muy recomendable la lectura de «Mi historia de amor con el arte moderno» (Turner), de Katharine Kuh, galerista, coleccionista y mecenas. Se trata de los recuerdos y experiencias de una de las mujeres más influyentes en el arte norteamericano del siglo XX. Explica que una de las cosas que más le han llamado la atención es que la crítica de arte de «New York Times» John Canada y recomendaba que no hubiera contacto con los artistas para así asegurar la objetividad y fiabilidad de sus artículos. Sospechaba Kuh, además, que esa profilaxis ascética demostraba la debilidad del escritor ante lo visible. A la larga, para lo único que ha servido es para que la crítica de arte se convierta en un producto indigerible sólo apto para otros críticos y consumidores de arte indigerible. La degeneración de este género obligará en breve a que escritores con suficiente gusto y amor por el arte lo rescaten para el gran público. Ya verán. Katharine Kuhn narra cómo se llega a la casa de Hopper: sube por un camino, pisa la hierba, deja el mar a su espalda, abre la puerta y se encuentra con sus pinturas. Allí está «Habitación junto al mar». Es el final del verano y Hopper, cuenta Kuhn, está deprimido. Recuerda entonces otro cuadro, «Sol en una habitación vacía». Hopper se negaba a analizar su pinturas porque creía que así se diluía su significado. Bastaba con contar lo que vemos, quien pueda y sepa, claro.

por Manuel Calderón