lunes, 24 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

Los globos de fuego

Ray Bradbury



Las luces estallaban sobre los prados nocturnos del verano. Rostros de tíos y tías se iluminaban en la oscuridad. Los fuegos artificiales descendían en los ojos castaños y brillantes de los primos instalados en el porche, y las varas frías y calcinadas rebotaban
allá lejos sobre los campos de hierba seca.
El muy reverendo padre Joseph Daniel Peregrine abrió los ojos. -¡Qué sueño! ¡Él y sus primos que jugaban animadamente en la antigua casa del abuelo, en Ohio, hacía ya tantos años!
Se quedó escuchando el gran vacío de la iglesia, las otras celdas donde descansaban los otros padres. ¿Recordarían ellos, también, en la víspera de la partida del cohete
Crucifijo, el cuatro de julio? Sí. Esta inquieta madrugada se parecía a aquellas noches de la fiesta de la Independencia cuando uno espera el primer cañonazo y corre luego por las aceras, cubiertas de rocío, con las manos llenas de ruidosos milagros.
Y aquí estaban, los padres de la Iglesia Episcopal, momentos antes de lanzarse hacia
Marte. Subirían como una rueda de fuegos de artificio, dejando una estela de incienso en la aterciopelada catedral del espacio.
-¿Tenemos que ir realmente? -murmuró el padre Peregrine-. ¿No será mejor arreglar nuestros pecados, aquí, en la Tierra? ¿No estaremos huyendo de nuestra vida terrestre?
El padre Peregrine se incorporó moviendo pesadamente ese cuerpo voluminoso que tenía el color de las fresas, la leche y la carne cruda.
-¿O será sólo pereza? -se preguntó-. ¿No tendré miedo?
Se metió bajo las agujas de la ducha.
-Pero te llevan a Marte, carne -se dijo a sí mismo-. Dejaré aquí los viejos pecados. ¿E iré a Marte a encontrarme con otros pecados nuevos?
Una idea atrayente, casi. Pecados que nadie había podido imaginar. Oh, él mismo había escrito un libro titulado El problema del pecado en otros mundos, que la comunidad episcopal había ignorado casi totalmente, como cosa poco seria.
La noche anterior, mientras fumaban un último cigarro, él y el padre Stone habían conversado sobre eso.
-En Marte el pecado puede tener la apariencia de la virtud. ¡Tenemos que estar prevenidos contra unos actos virtuosos que quizá sean pecados! -había dicho el padre
Peregrine sonriendo animadamente-. ¡Qué interesante! ¡El trabajo de un misionero nunca estuvo tan envuelto en aventuras! ¡Desde hace siglos!
-Yo reconoceré el pecado, aun en Marte -dijo bruscamente el padre Stone.
-Nosotros los sacerdotes, tenemos el orgullo de ser como papeles de tornasol, que cambian de color ante la presencia del pecado -replicó el padre Peregrine-. Pero, ¿y si la química marciana es tal que no nos coloreamos? Si hay sentidos nuevos en Marte, tenemos que admitir también la posible existencia de pecados irreconocibles.
-Si no hay mala intención, no puede haber pecado, ni castigo, ni arrepentimiento. Son palabras del Señor -dijo el padre Stone.
-En la Tierra, sí. Pero quizá los pecados marcianos puedan llevar el mal al subconsciente, en forma telepática, dejando la conciencia en libertad de acción, ¡aparentemente sin malicia! ¿Qué pasa, entonces?
-¿Qué pecados nuevos podrían existir?
El padre Peregrine se había inclinado pesadamente hacia adelante.
-Adán, solo, no pecó. Añádale Eva, y añade usted la tentación. Añada un segundo hombre, y ya es posible el adulterio. Con la adición del sexo y otros seres humanos, se añade el pecado. Si los hombres no tuviesen brazos, no podrían estrangular a nadie con los dedos. No existiría entonces ese pecado de asesinato. Añádales manos y aparece la posibilidad de una nueva violencia. Las amebas no pecan. Se reproducen por división celular. No desean la mujer del prójimo, ni se matan entre sí. Añádales a las amebas sexo, piernas y brazos y tendrá usted crímenes y adulterios. Añada o saque un brazo y una pierna a una persona, y añadirá o suprimirá un mal posible. Si hay en Marte otros cinco nuevos sentidos, órganos, miembros invisibles que no podemos imaginar, ¿no habrá entonces cinco nuevos pecados?
El padre Stone lanzó un bufido.
-¡Parece como si esa idea le gustara!
-Me mantiene la mente despierta, padre. Eso es todo.
-Su mente está siempre haciendo juegos de manos, ¿eh? Con espejos, platos, antorchas...
-Sí. Porque muy a menudo la Iglesia se parece a esos cuadros vivos de los circos donde al levantarse el telón aparecen unos hombres inmóviles, blancos, bañados en talco u óxido de cinc, que representan la belleza abstracta. Admirable. Pero yo confío en que me dejen andar libremente entre esos hombres. ¿Usted no, padre Stone?
El padre Stone se había alejado.
-Creo que será mejor que nos acostemos. Dentro de unas horas daremos un salto para ver esos nuevos pecados suyos, padre Peregrine.
El cohete estaba preparado para partir.
Los padres dejaron sus oraciones matinales. Hacía mucho frío. Los escogidos sacerdotes de Los Ángeles, Nueva York o Chicago -la Iglesia estaba enviando lo mejor que tenía- caminaron a través del pueblo hasta el campo escarchado. El padre Peregrine recordaba las palabras del obispo:
-Padre Peregrine, usted capitaneará a los misioneros con el padre Stone como ayudante. Al elegirlo a usted para esta importante tarea he visto que mis motivos son deplorablemente oscuros. Pero su folleto sobre los pecados planetarios no ha dejado de tener sus lectores. Es usted un hombre flexible. Y Marte es como un armario sucio del que nadie se preocupó durante miles de años. Los pecados se han acumulado allí como en un almacén de antigüedades. Marte tiene el doble de la edad de la Tierra, y tiene también el doble de noches de sábados, de despachos de bebidas, y de ojos clavados en mujeres desnudas como focas blancas. Cuando abramos ese armario cerrado, todo eso caerá sobre nosotros. Necesitamos un hombre rápido y flexible, alguien que sepa esquivar el golpe. Un hombre demasiado dogmático se rompería en dos. Me parece que usted resistirá bien. Padre, puede comenzar.
El obispo y los padres se arrodillaron.
Se sucedieron las bendiciones, y rociaron el cohete con agua bendita. El obispo, incorporándose, se dirigió a los padres:
-Vais a preparar a los marcianos para que ellos puedan recibir la Verdad. Sé que Dios os acompaña. Os deseo a todos un viaje bien meditado.
Pasaron ante el obispo, los veinte hombres, con un susurro de sotanas. Todos pusieron las manos entre las bondadosas manos del obispo, y luego subieron al proyectil purificado.
-Me pregunto -dijo en el último instante el padre Peregrine-, ¿y si Marte fuese el infierno? ¿Si estuviese esperándonos para luego estallar en una nube de fuego y piedras?
-Que el Señor nos bendiga -dijo el padre Stone.
El cohete comenzó a moverse.
Salir del espacio era como salir de la más hermosa de las catedrales. Pisar el suelo de
Marte era como pisar el ordinario pavimento, fuera de la iglesia, cinco minutos después de haber sentido, realmente, amor a Dios.
Los padres salieron cautelosamente del cohete humeante y se arrodillaron en el suelo marciano. El padre Peregrine entonó una oración de gracias.
-Señor, te damos gracias por este viaje a través de tus moradas. Y, Señor, hemos llegado a un mundo nuevo, de modo que necesitamos ojos nuevos. Oiremos sonidos nuevos, y necesitamos oídos nuevos. Y habrá aquí pecados nuevos, y te pedimos la gracia de unos corazones más firmes y más puros.
Los padres se incorporaron.
Y aquí estaba Marte, como un mar en el que se iban a sumergir disfrazados de biólogos submarinos, en busca de la vida. Este era el territorio de los ocultos pecados.
¡Oh, qué cuidadosamente debían de guardar el equilibrio, como plumas grises, en este nuevo elemento, temerosos de que hasta caminar sobre él fuese pecado, o respirar, o aun ayunar!
Y ahí estaba el alcalde de la Primera Ciudad que se acercaba a ellos con la mano extendida.
-¿Qué puedo hacer por usted, padre Peregrine?
-Quisiéramos saber algo de los marcianos. Pues sólo así podremos construir inteligentemente nuestra iglesia. ¿Miden tres metros de altura? Construiremos unas puertas muy altas. ¿Tienen la piel azul, roja o verde? Cuando pongamos figuras humanas en los vitrales pintaremos la piel con el color adecuado. ¿Son pesados? Haremos asientos sólidos.
-Padre Peregrine -dijo el hombre-, no creo que los marcianos deban de preocuparle.
Hay dos razas.
Una de ellas está casi muerta. Los pocos que quedan viven escondidos. Y la segunda raza... bueno, no son seres humanos.
-Oh. -El corazón del padre Peregrine latió más rápidamente.
-Son globos de luz, padre, luminosos y redondos. Hombres o animales, ¿quién puede saberlo? Pero actúan inteligentemente. Así he oído. -El alcalde se encogió de hombros-.
Pero por supuesto, no son hombres, así que no creo que usted deba preocuparse...
-Al contrario -dijo el padre Peregrine con rapidez-. ¿Inteligentes, ha dicho?
-Corre una historia. Un cateador de minas se rompió una pierna en esas montarías.
Solo, se hubiese muerto. Las esferas de luz se le acercaron. Cuando se despertó, estaba acostado en la carretera y no sabía cómo había llegado allí.
-Borracho -dijo el padre Stone.
-Esa es la historia -dijo el alcalde-. Padre Peregrine, muerta la mayor parte de los marcianos, y sólo con esos globos azules, creo francamente que sería mejor que se instalase en la Primera Ciudad. Marte se ha inaugurado hace poco. Es una región fronteriza, como las de aquellos viejos días terrestres: el Oeste y Alaska. Los hombres vienen aquí en oleadas. Hay unos dos mil mecánicos irlandeses y mineros y trabajadores que necesitan asistencia espiritual; pues hay demasiadas malas mujeres en ese pueblo y demasiado vino marciano de hace diez siglos...
El padre Peregrine observaba las colinas azules.
El padre Stone se aclaró la garganta.
-¿Y bien, padre?
El padre Peregrine no lo oyó.
-¿Esferas de fuego azul?
-Sí, padre.
-Ah -suspiró el padre Peregrine.
-Globos azules -dijo el padre Stone sacudiendo la cabeza-. ¡Un circo!
El padre Peregrine sintió que la sangre le golpeaba en las muñecas. Miró el pueblecit fronterizo, con sus pecados frescos y recientes, y miró las antiguas colinas, con los más viejos y sin embargo (para él) más nuevos pecados.
-Alcalde, ¿sus irlandeses podrán cocinarse un día más en el infierno?
-Les daré una vuelta, preparándolos para su llegada, padre.
-Entonces, iremos allá -dijo el padre señalando las colinas con un movimiento de cabeza.
Un murmullo.
-Sería algo tan simple -explicó el padre Peregrine- ir al pueblo. Prefiero pensar que si el
Señor viniese a este planeta y le dijeran: «Este es el viejo sendero», El replicaría:
«Mostradme los matorrales. Yo abriré el sendero.»
-Pero...
-Padre, piense cómo nos pesarían las conciencias si pasáramos junto a unos pecadores sin tenderles la mano.
-¡Pero globos de fuego!
-Me imagino que los animales cuando vieron por primera vez al hombre pensaron que era bastante raro. Y sin embargo, tenía un alma. Supongamos, hasta que probemos otra cosa, que esas esferas brillantes tienen también un alma.
-Muy bien -dijo el alcalde-, pero luego vendrá al pueblo.
-Ya veremos. Primero el desayuno. Luego usted y yo, padre Stone, iremos hasta esas colinas. No quiero asustar a esos marcianos de fuego con máquinas o multitudes.
¿Desayunamos?
Los padres comieron en silencio.
A la caída de la noche el padre Peregrine y el padre Stone se encontraban en lo alto de las colinas. Se detuvieron y se sentaron en una roca a descansar y esperar. Los marcianos no habían aparecido aún y los dos padres se sentían vagamente desilusionados.
-Me pregunto... -El padre Peregrine se secó el sudor de la cara-. ¿Le parece que si les gritamos?
«¡Hola!» nos responderán.
-Padre Peregrine, ¿no hablará usted nunca seriamente?
-No, no mientras el Señor no haga lo mismo. Oh, no ponga esa cara de susto, por favor. El Señor no es serio. En realidad, es difícil saber qué es, además de amor Y el amor está unido al humor ¿no es cierto? Pues no se puede amar a alguien si no se está dispuesto a aguantarlo. Y no se puede aguantar constantemente a alguien sin reírse de él, ¿no es verdad? Somos, es indudable, unos animalitos ridículos que se revuelven en un tazón. Dios debe de amarnos principalmente porque le causamos gracia.
-Nunca imaginé a Dios como un humorista.
-¡El creador del platirrino, el camello, el avestruz y el hombre! ¡Oh, por favor! -El padre
Peregrine se rió.
Pero en ese mismo instante, entre las colinas sombrías, como una hilera de lámparas azules que iluminasen el camino, aparecieron los marcianos.
El padre Stone fue el primero en verlos.
-¡Mire!
El padre Peregrine se volvió y dejó de reír.
Los azules globos de fuego se detuvieron palpitando entre las estrellas titilantes.
-¡Monstruos!
El padre Stone se incorporó de un salto. Pero el padre Peregrine lo retuvo.
-¡Espere!
-¡Tendríamos que haber ido a la ciudad!
-¡No! ¡Escuche, mire! -suplicó el padre Peregrine.
-¡Tengo miedo!
-No. Son obra de Dios.
-¡Del demonio!
-No. Serénese.
El padre Peregrine calmó al padre Stone, y volvieron a sentarse. Las esferas azules se acercaron iluminando la cara de los dos sacerdotes.
Otra vez la noche del día de la Independencia, pensó el padre Peregrine, estremeciéndose. Se sentía como un niño en aquellos atardeceres del cuatro de julio, cuando estallaban los cielos, rompiéndose en estrellas de polvo y ardiente sonido, y las ventanas de las casas temblaban como el hielo de mil charcos. Las tías, los tíos y los primos. Gritaban: ¡Ah! como ante un médico celestial. El cielo de verano se llenaba de colores. Y los globos de fuego, encendidos por algún abuelo indulgente, se alzaban en manos firmes y tiernas. ¡Oh, el recuerdo de aquellos hermosos globos de fuego, de luz suave, de cálidos e hinchados tejidos, como alas de insecto, que yacían como mariposas plegadas en cajas, y que al fin, después de un día de desorden y furia, los niños desdoblaban cuidadosamente! Azules, rojos, blancos, patrióticos, ¡los globos de fuego! El padre Peregrine vio otra vez los rostros de los familiares queridos, muertos hacía ya mucho tiempo, y ya cubiertos de musgo, mientras el abuelo encendía las velitas, permitiendo que el aire caliente subiera a llenar los globos luminosos que los niños sostenían entre las manos, como una brillante visión que no se atrevían a liberar; pues ya sueltos los globos, otro año se iba de la vida, otro cuatro de julio, otro fragmento de belleza se perdía para siempre. Y hacia arriba, hacia arriba, todavía más arriba, hacia las cálidas constelaciones del verano, subían los globos de fuego, mientras los ojos castaños y azules los seguían desde los porches familiares. Allá, en el territorio de Illinois, sobre ríos nocturnos y casas dormidas, los globos de fuego se elevaban cabeceando y alejándose para siempre...
El padre Peregrine sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sobre él oscilaban los marcianos, como mil susurrantes globos de fuego. En cualquier momento su bondadoso abuelo, muerto hacía ya tanto tiempo, aparecería a su lado, con los ojos clavados en la belleza.
Pero era el padre Stone.
-¡Vámonos, por favor, padre!
-Tengo que hablarles.
El padre Peregrine se adelantó sin saber qué decir. ¿Qué les había dicho, mentalmente, a los globos de fuego del pasado? Sois hermosos, sois hermosos. Nada más, y eso ahora no parecía bastante. El padre Peregrine sólo atinó a levantar los gruesos brazos y a gritarles como había deseado hacerlo en otro tiempo ante otros globos:
-¡Hola!
Pero las esferas luminosas siguieron ardiendo como imágenes en un espejo oscuro.
Parecían inmóviles, gaseosas, milagrosas, eternas.
-Venimos con Dios -dijo el padre Peregrine dirigiéndose al cielo.
-¡Qué tontería, qué tontería! -El padre Stone se mordía el dorso de la mano-. ¡Cállese, padre Peregrine, en nombre de Dios!
Las esferas fosforescentes se alejaron entre las colinas. Un instante después, habían desaparecido.
El padre Peregrine las llamó de nuevo y el eco de su último grito sacudió las cimas más próximas. Se dio vuelta y vio que un alud levantaba una nube de polvo, se detenía, y luego, con un estruendo de ruedas de piedra, descendía por la montaña.
-¡Mire lo que ha hecho! -gritó el padre Stone.
El padre Peregrine miró las piedras, casi fascinado, y luego con horror. Se volvió, sabiendo que sólo podrían correr unos metros. Serían aplastados por las rocas. Apenas alcanzó a murmurar:
-¡Oh, Señor! -y las rocas cayeron.
-¡Padre!
Los sacerdotes fueron apartados de su sitio como el trigo de la cizaña. El débil resplandor azul de unas esferas, unos astros fríos que se movieron rápidamente, el eco de un trueno, y los padres se encontraron de pie en una arista rocosa a cincuenta metros de distancia del lugar donde habían caído unas cuantas toneladas de piedra.
La luz azul se desvaneció.
Los padres se tomaron por los brazos.
-¿Qué ha ocurrido?
-¡Los fuegos azules nos trajeron aquí!
-¡Hemos venido corriendo!
-No, los globos nos salvaron la vida.
-¡Imposible!
-Pues así ha sido.
El cielo estaba desierto. Parecía como si una enorme campana hubiese dejado de sonar. Las reverberaciones golpeaban aún los dientes y las médulas de los padres.
-Vámonos de aquí. Usted va a matarnos.
-No he temido a la muerte durante muchos años, padre Stone.
-No hemos probado nada. Esas luces azules huyeron al oír el primer grito. Todo esto es inútil.
-No. -El padre Peregrine se sentía poseído por una maravillosa obstinación-. Nos salvaron, de algún modo Eso prueba que tienen alma.
-Eso prueba solamente que pueden habernos salvado Fue algo confuso. Quizá escapamos por nuestros propios medios.
-No son animales, padre Stone. Los animales no salvan vidas, y menos aún vidas extrañas. Misericordia y compasión, eso hemos visto. Quizá, mañana, podamos probar algo más.
-¿Probar qué? ¿Cómo? -El padre Stone sentía una inmensa fatiga. Su rostro endurecido reflejaba la violencia por la que habían pasado su cuerpo y su mente-.
¿Siguiéndolos en helicópteros, leyéndoles capítulos y versículos? No son seres humanos.
No tienen ojos, ni oídos, ni cuerpos como los nuestros.
-Pero yo he sentido algo ante ellos -replicó el padre Peregrine-. Siento que va a revelárseme algo muy importante. Nos salvaron. Piensan. Podían elegir: dejarnos morir o salvarnos. ¡Esto prueba la existencia de un libre albedrío!
El padre Stone estaba ocupado en encender un fuego, mirando las ramitas que tenía en la mano, tosiendo ante la humareda gris.
-Abriré un convento para ocas, un monasterio para cerdos devotos, y construiré una microscópica capilla para que los infusorios puedan asistir a los servicios dominicales y pasen las cuentas del rosario entre sus flagelos.
-Oh, padre Stone.
-Perdóneme. -El padre Stone, enrojecido, parpadeó a través del fuego-. Pero esto es como bendecir a un cocodrilo que va a devorarnos. Está usted arriesgando todas nuestras vidas. ¡Deberíamos estar en la Primera Ciudad, sacando el licor de las gargantas de los hombres y el perfume de las manos!
-¿No puede usted reconocer lo humano en lo inhumano?
-Reconozco más fácilmente lo inhumano en lo humano.
-Pero, ¿y si yo pruebo que estos seres conocen el pecado, conocen la moral, y gozan de libertad e inteligencia?
-Le costará convencerme.
La noche se enfriaba con rapidez, y los padres miraron las llamas donde bailaban unos trastornados pensamientos, y comieron unos bizcochos y unas fresas, y luego se abrigaron para dormir bajo la armonía de los astros. Y antes de volverse por última vez, el padre Stone, que estaba pensando en cómo molestar al padre Peregrine, miró las brasas rosadas y dijo:
-No hubo Adán y Eva en Marte. No hubo pecado original. Quizá los marcianos viven en gracia de Dios. Así que podríamos volver a la ciudad y comenzar a trabajar con los terrestres.
El padre Peregrine se prometió a sí mismo rezar una oración por el padre Stone, que se había enojado tanto, y que ahora se estaba mostrando vengativo.
-Sí, padre Stone; pero los marcianos mataron a varios de nuestros colonos. Eso es pecado. Tiene que haber habido un pecado original y una Eva y un Adán marcianos. Los descubriremos. Los hombres son siempre hombres, no importa cuál sea su forma, y pecan fácilmente.
Pero el padre Stone se hacía el dormido.
El padre Peregrine no cerró los ojos.
Indudablemente, no podían mandar a esos marcianos al infierno, ¿podían acaso? ¡Qué compromiso para sus conciencias! Podían volver a las nuevas ciudades de la colonia, esas ciudades tan llenas de lugares de perdición, y mujeres con ojos como chispas y blancos cuerpos de ostra que retozaban en las camas con los trabajadores solitarios. ¿No era ese el lugar de los padres? ¿No era este paseo por las colinas un mero capricho?
¿Pensaba él realmente en la Iglesia de Dios, o estaba apagando la sed de su esponjosa curiosidad? ¡Esos fuegos de San Telmo, redondos y azules, como ardían detrás de la máscara, lo humano detrás de lo inhumano! ¿No se sentiría interiormente orgulloso si pudiera decirse a sí mismo que había convertido a toda una mesa de billar llena de bolas de fuego? ¡Qué pecado de orgullo! Merecía una buena penitencia. Pero uno comete tantos actos de orgullo por amor, y él amaba tanto a Dios y era por eso tan feliz. Y quería que todos fueran tan felices como él.
Antes de dormirse vio aún el retorno de los fuegos azules, como un vuelo de ángeles ardientes que venían a velar su sueño cantándole en silencio.
Cuando el padre Peregrine se despertó, en las primeras horas de la mañana, los sueños redondos y azules estaban todavía en el cielo.
El padre Stone dormía profunda y serenamente. El padre Peregrine observaba a los marcianos, que flotaban y lo observaban. Eran seres humanos, lo sabía muy bien. Pero tenía que probarlo, o si no iba a enfrentarse con un obispo de lengua seca y ojos secos que le diría, bondadosamente, que se hiciera a un lado.
¿Pero cómo probar la humanidad de unos seres que se ocultaban en las altas bóvedas del cielo? ¿Cómo atraerlos, y obtener de ellos las respuestas necesarias?
-Nos salvaron de esas rocas.
El padre Peregrine se levantó, camino entre las piedras y comenzó a subir por la colina más cercana hasta una saliente que caía a pico sobre un abismo de cincuenta metros.
Respiraba fatigosamente. Había ascendido con rapidez, y el aire era helado. Se detuvo, reteniendo el aliento.
-Si caigo desde aquí, no saldré seguramente con vida.
Dejó caer un guijarro. Un momento después se oyó el ruido de la piedra al chocar contra las rocas. Dejó caer otro guijarro.
-No será suicidio, ¿no es cierto?, si lo hago por amor...
Alzó los ojos hacia las esferas.
-Pero antes, probaré otra vez. ¡Hola! ¡Hola!
Los ecos retumbaron uno sobre otro, pero los fuegos azules no cambiaron ni se movieron.
Les habló durante cinco minutos. Cuando terminó, miró al padre Stone, allá abajo, indignantemente dormido.
-Tengo que probarlo todo. -El padre Peregrine se adelantó hacia el borde del precipicio-
. Soy un hombre viejo. No tengo miedo. Seguramente el Señor comprenderá que lo hago por El..
Tomó aliento. Su vida entera desfiló rápidamente. ¿Moriré dentro de un instante? Temo amar demasiado la vida. Pero amo aún más otras cosas.
Y con este pensamiento, dio un paso en el vacío y cayó.
-¡Tonto! -se gritó. Daba vueltas en el aire-. ¡Estabas equivocado!
Las rocas subían rápidamente hacia él y se vio a sí mismo aplastado contra ellas y enviado a la gloria.
-¿Por qué he hecho esto? -Pero sabía por qué. Se tranquilizó. El viento rugía y las rocas venían a recibirlo.
Y de pronto, un movimiento de estrellas, un resplandor azul, y el padre Peregrine se vio envuelto en una luz celeste, y suspendido en el aire. Un momento después era depositado, con un golpe suave, sobre las rocas. Y allí se sentó, vivo, palpándose el cuerpo, y clavando los ojos en esas luces azules que ya se habían retirado.
-¡Me habéis salvado la vida! -murmuró-. No me dejasteis morir. Sabíais que estaba equivocado.
Corrió hacia el padre Stone, que dormía aún, tranquilamente.
-¡Padre, padre, despierte! -Lo sacudió, y lo volvió hacia él-. ¡Padre, me han salvado!
-¿Quién lo ha salvado? -El padre Stone parpadeó incorporándose.
El padre Peregrine relató su experiencia.
-Un sueño, una pesadilla. Vamos, duérmase otra vez -dijo el padre Stone. irritado-.
Usted y sus globos de circo.
-¡Pero estaba despierto!
-Vamos, vamos, padre. Cálmese.
-¿No me cree? ¿Tiene un arma? Sí, démela.
-¿Qué va a hacer?
El padre Stone le alcanzó el arma de fuego que habían traído para protegerse de las serpientes, y otros similares e imprevisibles animales.
El padre Peregrine esgrimió el arma.
-¡Lo probaré!
Apuntó a su propia mano y disparó.
-¡Deténgase!
Se vio una luz temblorosa y ante los propios ojos de los padres la bala se detuvo a unos centímetros de la palma de la mano. Se quedó allí, un momento, rodeada por una fosforescencia azul. Luego cayó, hundiéndose en el polvo con un débil silbido.
El padre Peregrine disparó el arma tres veces: contra una mano, una pierna, el cuerpo.
Las tres balas flotaron, brillantes, y luego, como insectos muertos, cayeron a sus pies.
-¿Ha visto? -dijo el padre Peregrine, soltando el arma, que cayó junto a las balas-.
Saben. Comprenden. No son animales. Piensan, juzgan y viven en un clima moral. ¿Qué animal me hubiese salvado de mí mismo como éste? No, ningún animal. Sólo un hombre, padre. ¿Cree usted ahora?
El padre Stone miraba el cielo y las luces azules. Luego, en silencio, se dejó caer sobre una rodilla y recogió las balas tibias y las tuvo un momento en la palma de la mano. Cerró firmemente los dedos.
El sol se levantaba detrás de los padres.
-Creo que debemos reunirnos con los otros, contarles lo que pasa y traerlos aquí –dijo el padre Peregrine.
Cuando el sol llegó a lo alto del cielo, ya no estaban muy lejos del cohete.
El padre Peregrine dibujó un círculo en el centro del pizarrón encerado.
-Éste es Cristo, el hijo del Padre.
Los sacerdotes ahogaron un grito. El padre Peregrine se hizo el sordo.
-Este es Cristo en toda su gloria -continuó.
-Parece un problema de geometría -observó el padre Stone.
-Una comparación afortunada, pues se trata aquí de símbolos. Cristo no es menos
Cristo, como deben admitirlo ustedes, porque esté representado por un cuadrado o un círculo. La cruz ha simbolizado, durante siglos, su amor y su agonía. Ahora este círculo será el Cristo marciano. Así lo presentaremos en Marte.
Los padres, incómodos, se agitaron en sus asientos y se miraron.
-Usted, hermano Matías, fabricará un globo de vidrio lleno de fuego. Lo instalaremos sobre el altar.
-Magia barata -murmuró el padre Stone. El padre Peregrine continuó pacientemente:
-Al contrario, les presentaremos a Dios mediante una imagen comprensible. ¿Si Cristo se hubiese presentado en la Tierra como un pulpo, lo hubiéramos aceptado fácilmente? -
El padre Peregrine abrió las manos-. ¿Fue acaso un truco barato de Dios enviarnos a
Cristo bajo la forma de un hombre? Cuando hayamos bendecido la iglesia, y consagremos el altar y este símbolo, ¿creéis que Cristo se rehusará a habitar esta forma?
Vuestros corazones saben muy bien que no.
-¡Pero el cuerpo de un animal sin alma! -dijo el padre Matías.
-Ya hemos discutido eso, muchas veces, hermano Matías. Esas criaturas nos salvaron de las rocas. Comprendieron que la autodestrucción es algo pecaminoso, y la evitaron una y otra vez. Por lo tanto tenemos que edificar una iglesia en las colinas, vivir junto a ellos, que descubrir sus modos de pecar, sus extraños modos de pecar, y ayudarles a encontrar a Dios.
Los padres no parecían complacidos con el proyecto.
-¿Os preocupa su forma? -preguntó el padre Peregrine-. ¿Pero qué es una forma? Sólo un recipiente para el alma luminosa que Dios nos ha concedido. Si yo mañana descubriese que los leones marinos son inteligentes y libres, que saben cuándo no deben pecar, que comprenden el significado de la existencia, y que moderan la justicia con la misericordia y la vida con el amor, yo levantaría entonces una catedral submarina. Y si los gorriones fueran dotados, milagrosamente, y por voluntad de Dios, de un alma inmortal, llenaría una iglesia de helio y los perseguiría por los aires, pues todas las almas, cualquiera sea su forma, que gocen de libre albedrío y tengan conciencia de sus pecados, arderán en el infierno si no enderezan su vida. No dejaré por lo tanto que una esfera marciana arda para siempre en el infierno. Es una esfera sólo ante mis ojos. Cuando cierro los ojos la veo ante mí como inteligencia, amor, espíritu... y no puedo no hacerle caso.
-¡Pero ese globo de vidrio que usted desea instalar en el altar! -protestó el padre Stone.
-Pensad en los chinos -replicó el padre Peregrine imperturbable-. ¿Qué clase de Cristo adoran los cristianos en la China? Un Cristo oriental, naturalmente. Todos habéis visto escenas de navidad orientales. ¿Cómo está vestido Cristo? Con ropas asiáticas. ¿Por dónde anda? Entre casas de bambú y montañas de niebla, y árboles torcidos. Las pestañas son más largas; los huesos de las mejillas, más altos. Cada país, cada raza, añaden algo suyo a Nuestro Señor. Me acuerdo de la Virgen de Guadalupe, a quien reverencia todo México. Su piel... ¿Habéis visto el color de su piel? Una piel oscura, igual a la de sus devotos. ¿Es eso una blasfemia? De ningún modo. No es lógico que los hombres acepten a Dios -no importa su realidad- de otro color. Me he preguntado muchas veces por qué nuestros misioneros tienen éxito en África con un Cristo blanco como la nieve. Quizá porque el blanco es un color sagrado, como el de un albino, para las tribus africanas. Denles tiempo. ¿Cristo no se oscurecerá? La forma no tiene importancia. El contenido es todo. No podemos esperar que esos marcianos acepten una forma extraña. Les presentaremos a Cristo parecido a ellos.
-Hay una falla en su razonamiento, padre -dijo el padre Stone-. ¿No nos creerán hipócritas, los marcianos? Pronto verán que no adoramos a un Cristo redondo y globular, sino a un hombre con cabeza y miembros. ¿Cómo justificaremos la diferencia?
-Mostrándoles que no hay ninguna. Cristo ocupa cualquier recipiente. Cuerpos o globos, allí está él.
Todos adoran lo mismo, bajo formas distintas. Más aún, tenemos que creer en este globo de fuego. Tenemos que creer en una forma que no tiene, para nosotros, ningún significado. Este esferoide ser Cristo. Y tenemos que recordar que también nosotros, como la forma de nuestro Cristo terrestre, somos algo ridículo y absurdo para estos globos marcianos.
El padre Peregrine dejó a un lado la tiza.
-Y ahora, vayamos a las colinas a edificar nuestra iglesia.
Los padres empaquetaron sus equipos.
La iglesia no era una iglesia, sino una superficie libre de rocas, una plataforma en lo alto de una colina, de suelo liso y limpio, y un altar en donde el hermano Matías había instalado un globo de fuego.
Y al cabo de seis días de trabajo la iglesia estaba lista.
-¿Qué haremos con esto? -El padre Stone golpeó con la punta de los dedos la campana de hierro que habían traído-. ¿Qué significa esta campana para ellos?
-Creo que la he traído para nuestra propia comodidad -admitió el padre Peregrine-.
Necesitamos algunas cosas familiares. Esta iglesia se parece tan poco a una. iglesia. Y todos sentimos que hay algo de absurdo en todo esto... Yo mismo lo siento así. Es algo demasiado nuevo. Convertir criaturas de otro mundo. A veces me siento como un actor ridículo. Y entonces le pido a Dios que me de las fuerzas necesarias.
-Algunos de los padres no se sienten nada contentos. Algunos se ríen de todo esto, padre Peregrine.
-Ya lo sé. Para tranquilidad de esos padres instalaremos esta campana, en una torrecita.
-¿Y qué haremos con el órgano?
-Lo tocaremos mañana, en el primer servicio.
-Pero, los marcianos...
-Ya lo sé. Pero vuelvo a repetírselo. Para nuestra propia comodidad, nuestra propia música. Más tarde descubriremos la música marciana.
Los padres se levantaron muy temprano en la mañana de domingo, y se movieron en el aire helado como pálidos fantasmas, con las sotanas cubiertas de escarcha crujiente.
Estaban como adornados de campanillas, y esparcían a su alrededor unas gotas plateadas.
-Me pregunto si hoy es domingo en Marte -murmuró el padre Stone, pero al ver el gesto del padre Peregrine continuo-: Puede ser miércoles o jueves, ¿quién sabe? Pero no importa. Dejemos correr la imaginación. Es domingo para nosotros. Adelante.
Los padres entraron en la plataforma de la «iglesia» y se arrodillaron, estremeciéndose, con los labios morados.
El padre Peregrine pronunció una breve oración, y puso los fríos dedos sobre las teclas del órgano. La música se alzó como un vuelo de hermosos pájaros. El padre Peregrine tocaba las teclas como un hombre que mueve las manos entre las hierbas de un jardín salvaje, levantando grandes bandadas de belleza hacia las colinas.
La música calmó el aire. Se sentía el olor fresco de la mañana. La música flotó entre las colinas e hizo caer una lluvia de polvo mineral. Los padres esperaban.
-Bueno, padre Peregrine. -El padre Stone recorrió con los ojos el cielo vacío donde el sol, rojizo como un horno, se estaba levantando-. No veo a sus amigos -Probaré otra vez.
El padre Peregrine tenía el rostro cubierto de sudor. Construyó una iglesia de música, tan alta que su presbiterio se alzaba en Nínive y sus agujas junto a la izquierda de San
Pedro. Cuando el padre Peregrine dejó de tocar, la música no se deshizo. Se convirtió en un grupo de nubes blancas, y el viento las llevó hacia otras tierras.
El cielo estaba todavía vacío.
-¡Tienen que venir! -Pero el padre Peregrine sintió que el terror lo invadía, lentamente-.
Recemos.
Pidamos que vengan. Los marcianos saben leer el pensamiento.
Los padres volvieron a arrodillarse, entre murmullos y suspiros. Rezaron.
Y del este, de las montañas de hielo, a las siete en punto de aquella mañana de domingo, quizá mañana de jueves o de lunes en Marte, surgieron los delicados globos de fuego. Flotaron suavemente y descendieron hasta rodear a los padres temblorosos.
-Gracias, oh, gracias, Señor.
El padre Peregrine cerró con fuerza los ojos y tocó la música, y cuando terminó, volvió la cabeza y miró a sus asombrosos feligreses.
Y una voz le rozó la mente. Dijo la voz:
-Hemos venido sólo por un rato.
-Pueden quedarse -dijo el padre Peregrine.
-Sólo por un rato -dijo la voz serenamente-. Hemos venido a deciros algo. Podíamos haber hablado antes. Pero creímos que si os dejábamos solos seguiríais quizá vuestro camino.
El padre Peregrine comenzó a hablar, pero la voz lo detuvo.
-Somos los viejos -dijo la voz, y las palabras entraron en el padre Peregrine como una llamarada de gases azules que ardieron en las cámaras de su cabeza-. Somos los viejos marcianos. Dejamos las ciudades de mármol y vinimos a las colinas, alejándonos de nuestra antigua vida material. Nos convertimos, hace mucho tiempo, en esto que somos ahora. Una vez fuimos hombres, con cuerpos y piernas y brazos como los vuestros. Dice la leyenda que uno de nosotros, un hombre sabio, descubrió el modo de liberar el alma y la mente del hombre, de liberarlos de las enfermedades corporales, la melancolía, la muerte, las transfiguraciones, los malos humores y la vejez, y entonces tomamos esta forma de luz y fuego azul, y comenzamos a vivir, para siempre, en el viento, el cielo y las colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni fríos.
Vivimos apartados de los hombres que habitan este mundo. Nadie recuerda cómo ha podido ocurrir. El método ha sido olvidado. Pero no morimos nunca, ni hacemos daño a nadie. Hemos dejado los pecados del cuerpo, y vivimos en estado de gracia. No deseamos los bienes ajenos; no tenemos bienes. No robamos y no matamos, desconocemos la concupiscencia y el odio. Vivimos felices. No podemos reproducirnos, no podemos beber, ni comer, ni guerrear. Cuando abandonamos nuestros cuerpos, abandonamos también las sensualidades y las debilidades de la carne. Nos hemos librado del pecado, padre Peregrine. Nuestros pecados han ardido como hojas de otoño, se han desvanecido como las flores sexuales de una primavera roja y amarilla, han quedado atrás como las noches sofocantes del más cálido verano. Y nuestra estación es templada, y en nuestro clima florecen los pensamientos.
El padre Peregrine se había incorporado, pues la voz lo tocaba de tal modo que se sentía casi fuera de sí. Era un éxtasis y una llama que le atravesaban el cuerpo.
-Deseamos deciros que apreciamos que hayáis construido este edificio para nosotros, pero no nos hace falta, pues cada uno de nosotros es un templo en sí mismo, y no necesita lugar alguno para purificarse. Perdonadnos que no hayamos venido antes, pero vivimos muy apartados los unos de los otros, y no hemos hablado con nadie durante diez mil años, ni hemos intervenido en la vida de este viejo planeta. Se os ha ocurrido ahora que somos como los lirios del campo: no trabajamos, no hilamos. Tenéis razón. Os sugerimos por lo tanto que llevéis este templo a las nuevas ciudades y allí limpiéis a otros hombres. Pues creedlo, nosotros vivimos felices, y en paz.
Los padres seguían arrodillados, envueltos en aquella vasta luz azul, y el padre
Peregrine se había arrodillado también, y todos lloraban. No les importaba haber perdido el tiempo. No les importaba.
Las esferas azules murmuraron y comenzaron a elevarse otra vez, en una ráfaga de aire fresco.
-Puedo... -gritó el padre Peregrine, titubeando, y con los ojos cerrados-, ¿puedo venir otra vez, algún día, a aprender de vosotros?
Los fuegos azules resplandecieron. El aire se estremeció.
Sí. Algún día podría volver. Algún día.
Y en seguida los globos de fuego se alejaron y desaparecieron, y el padre Peregrine era un niño arrodillado, con los ojos llenos de lágrimas, que gritaba:
-¡Vuelvan! ¡Vuelvan! -Y en cualquier momento el abuelo lo alzaría en brazos y lo llevaría escaleras arriba, a aquel dormitorio de un antiguo pueblo de Ohio...
Los padres abandonaron las colinas. Caía el sol. El padre Peregrine volvió la cabeza y vio los fuegos azules que ardían a lo lejos. No, pensó, no podemos levantar una iglesia para vosotros. Sois la belleza misma. ¿Qué iglesia puede competir con el fuego de un alma pura?
El padre Stone caminaba en silencio a su lado, y dijo al fin:
-Yo creo que hay una verdad en todos los mundos. Y todas ellas son partes de una misma verdad. Un día todas se unirán como trozos de un gran rompecabezas. Ha sido una verdadera experiencia, padre Peregrine. Nunca volveré a tener más dudas. Pues esta verdad es tan cierta como la verdad de la Tierra, y ambas concuerdan entre sí. Iremos a otros mundos, y sumaremos las distintas fracciones de la verdad hasta que el total se alce ante nosotros como la luz de un nuevo día.
-Es mucho decir viniendo de usted, padre Stone.
-Lamento, en cierto modo, que descendamos a la ciudad, para ocuparnos de seres de nuestra propia especie. Esas luces azules. Cuando se posaron alrededor de nosotros, y esa voz.
El padre Stone se estremeció.
El padre Peregrine lo tomó de un brazo. Caminaron juntos.
-Y sabe usted -dijo el padre Stone finalmente, con la vista fija en el hermano Matías que marchaba ante ellos, llevando cuidadosamente en los brazos aquella esfera de vidrio donde una fosforescencia azul brillaba para siempre-, sabe usted, padre Peregrine, ese globo...
-¿Sí?
-Es Él. Es Él, al fin y al cabo.
El padre Peregrine sonrió y juntos descendieron por las colinas, hacia la nueva ciudad.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Pasiones bibliotecarias

por Manuel Rodríguez Rivero

Llega un momento en que uno comprende no solo que el saber ocupa lugar, sino también que hay saberes que ya no interesan


Escudriño los anaqueles atiborrados de volúmenes (tengo, falta, falta, tengo) fotografiados en las páginas de Donde se guardan los libros (Siruela), la última incursión de Jesús Marchamalo por las bibliotecas de notables escritores vivos, mientras me pregunto cómo sería esta obra si se escribiera y publicara dentro de medio siglo, cuando las tecnologías de la lectura hayan reducido el libro analógico a objeto de semilujo, como una especie de excepción a la (entonces más que probable) regla digital. Incluso ahora, lejos todavía de ese escenario, y cuando la mayoría de sus propietarios no dispone de tabletas lectoras, esas cercanas bibliotecas de amigos y conocidos ya tienen algo de pleistocénicas, como de vitrinas de anticuario repletas de atrabiliarios artefactos, como de barracas de feria en que se exhibe un saber remoto, lento y obstinado, quizá redundante, en todo caso desmesurado e inabarcable.

José Gaos decía que una biblioteca personal no era, en realidad, más que un proyecto de lectura, una declaración de intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o revisitar en el resto de su vida. Dejémonos de malentendidos: en toda biblioteca privada que merezca ese nombre hay -y debe habermuchos, muchísimos más libros de los que su propietario leerá a lo largo de su existencia. Si uno no adquiriera el siguiente hasta haber terminado el anterior, la industria editorial habría desaparecido hace unos cien años, justo cuando comenzó a despegar como negocio digno de tal nombre: como todas las que fabrican bienes culturales, la de los libros también subsiste merced a los frecuentes caprichos (¿impulsos" lo llaman los mercadotécnicos) y reiterados autoengaños de sus consumidores.

Por lo demás, cualquier biblioteca individual suficientemente poblada alberga tantos vestigios de la biografía de su dueño como restos prehistóricos los estratos de la
garganta de Olduvai. En los anaqueles más inaccesibles (o en la polvorienta fila interior) de la que serpentea por las paredes de mi casa, por ejemplo, podrían encontrarse desde novelas ilustradas de Salgari y tebeos de Mandrake el Mago, obsequiados por mis padres en lejanísimas convalecencias de tos y jarabe, hasta marxismos-leninismos (y anarquismos, y reiterados volúmenes sobre drogas liberadoras, técnicas sexuales ¿modernas" y demás kamasutras, antipsiquiatría, cancioneros de Janis Joplin y tomos encuadernados de Film Ideal) subrayados o anotados con la pasión intransigente del converso que cree que, por fin, entiende de qué va el mundo.

Almacenar libros puede ser también (pero uno nunca lo sabe hasta más tarde) una pasión autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de su curiosidad. Por eso se hace tan difícil el expurgo, la poda, el desbroce: los cada vez más meritorios (y precarios) bibliotecarios profesionales, que en las dos últimas décadas se han enfrentado a profundos cambios en su entorno laboral y en la concepción misma de su admirable oficio, utilizan metáforas agrícolas o jardineras (weeding, en inglés, désherbage, en francés) para designar eufemísticamente la tremenda operación de suprimir libros con objeto de dar espacio a los recién llegados. Algo diferente, en todo caso, a lo que les sucede a los propietarios de las bibliotecas inventariadas por el minucioso inspector Marchamalo, para los que, seguramente, resulta más sencillo e incruento desprenderse de lo más nuevo, de lo que aún no está enraizado en su biografía sentimental y profesional. Llega un momento en que uno comprende no solo que el saber ocupa lugar, sino también que hay saberes que ya no interesan y otros que sí, pero que no pueden caber en ningún libro, porque son de algún modo intransferibles y, quizá, inefables. Sucede cuando uno se va haciendo mayor y contempla su biblioteca con la misma perplejidad que un arquitecto el edificio que un día esbozó en una servilleta de papel.

lunes, 3 de enero de 2011

Navidad (Feliz, claro)

El nombre de Jesús

¡Alegría, zagalas,
valles y montes,
que el zagal de María
ya tiene nombre!
Corred, arroyuelos,
cándida leche;
los corderos retocen,
canten las fuentes
y las aves alegren
con sus canciones.
¡Que el zagal del María
ya tiene nombre!

por Lope de Vega

sábado, 13 de marzo de 2010

El realismo

o Miguel Delibes

por Francisco Umbral

De pronto, Delibes traiciona a su editor y amigo, Vergés, y le da un libro a Lara, Los santos inocentes, su mejor novela. La traición suele ser un género literario perfecto que nos da nuestros mejores resultados

Miguel Delibes gana el Nadal en 1947, como ya se ha contado aquí, y luego se siente abrumado por la fama del premio. Ha emprendido una carrera de escritor que no está muy seguro de seguir. Su amiga y compañera Carmen Laforet principia a vacilar. Tras unas primeras novelas de iniciación, Miguel Delibes, vallisoletano de la calle Colmenares, deduce que lo suyo no es la novela de argumento retórico, sino la sencillez, la naturalidad, el realismo, pero no el realismo como oratoria sino el realismo como realidad.

Y así es como acierta con El camino, novela de su infancia santanderina, de sus veranos de pueblo. El éxito del libro le asegunda en la opinión de que la realidad lo es todo -cosa que ya había dicho Florián Rey, sin él saberlo-, y sigue sacando libros que reproducen la realidad provinciana y campesina con asombrosa precisión, sostenida por una vigencia de trama fácil y fuerte, o compleja y clara.

Delibes va a ser el último novelista tradicional, no experimental, pero murieron los experimentos, agotados de novedad, y él sigue ahí, sin más concesión que la novela histórica, su último y grandioso encuentro. Dentro del realismo de posguerra, MD es quien mejor se adapta a las conductas del realismo social, y algunos críticos han dicho que este realismo queda lastrado por la intención paralizante, católica.

Pero uno repara en que toda la novelística social, tenía una intención estética, marxista.

Si aceptamos la novela de tesis, hemos de aceptar todas las tesis, no sólo las nuestras.


Así, los profesionales de la novela social nunca se interesaron por la novela metafísica, un suponer. Delibes no es metafísico, sino un hombre, directo y sencillo que se interesa por la insinuación feliz de un orden superior para el mundo. Siempre ha sido tan discreto en esto que a veces ni se le nota. Deli
bes es un godo castellano, alto y rubio, de ojos claros e irónicos, que mete mucho humor en sus novelas, pero detrás de ese humor está siempre la paz sobrenatural del hombre bueno. Mi idolatrado hijo Sisí es la novela contra el hijo único, contra la restricción de la natalidad. Propugna, como Franco, aunque no desde Franco sino desde la Iglesia, la proliferación de las familias. él mismo es hoy una arborescencia de hijos y nietos, un patriarca de la tribu familiar.

La hoja roja denuncia la desatención social al viejo, al jubilado, empezando por la familia. Pero a uno esa tesis le da igual y la prefiere en un ensayo o un folleto. Lo que vale aquí es la vulgaridad del personaje, milimétricamente dada, y de quienes le rodean, como la brutal y entrañable Desi. De pronto, Delibes traiciona a su editor y amigo, Vergés, y le da un libro a Lara, Los santos inocentes, su mejor novela, y Mario Camus hace una gran película de ella. La traición suele ser un género literario perfecto que nos da nuestros mejores resultados. En un libro político a un punto de publicarse explico la traición política, desde Maquiavelo a Adolfo Suárez, y me he convencido a mí mismo de que hay traiciones muy fecundas.

A Delibes le vino muy bien cambiar de aires editoriales, aunque luego volvería a su viejo amigo. De su última novela, El hereje, ya se ha escrito mucho como para tratarlo en esta glosa de urgencia, pero sólo diré que es una gran novela a la que le falta el ambiente, el clima. Pensemos en lo que habría hecho Laínez, el de Bomarzo, con la España inquisitorial del XVI, con el Renacimiento español, que fue un Renacimiento entre hogueras.

Yo conocí a Delibes en mal momento, pues estaba uno en plena pedantería filosófica, en plena orgía lírica, y el maestro me explicó:

-Mira, Paco, hay un nivel literario y otro periodístico. Tú escribes muy bien, pero...

Es la primera y única lección de periodismo que me han dado en mi vida. Suficiente. Luego, ya periodista en Madrid, yo, le llené El Norte de Castilla de periodismo puro, prensa del corazón, glosa política, crítica de lo que había, que era el franquismo, y otras amenidades. Cuando ha apostado por mí, Miguel siempre ha acertado.

Cuando ha apostado por otros se ha equivocado. El libro suyo que más me gusta es Diario de un cazador, porque es el más lírico y el menos argumental. llega una edad en que uno se cansa de los asuntos -ya tiene bastantes en la vida-, y se mueve entre la reflexión y la lírica. Plá y otros han denunciado la pasión tardía por la novela, que es impotencia para pensar o sentir el yo definitivo y terminal.

Delibes ha pasado a ser un autor de las clases medias y la burguesía adulta, porque el experimentalismo de los jóvenes es malo. Uno de los grandes dañados con el boom latinoché fue Delibes, ya que aquello supuso la caída del realismo decretada desde la izquierda. MD se sostuvo entre la burguesía que lee -la única clase que lee- por su gran calidad, pero él se sabía “superado” por los nuevos escritores americanos- años 60/70- e hizo una novela/burla del experimentalismo, que fue un fracaso como novela y como burla. Después de esto, vuelve tranquilo a su manera habitual y todavía da grandes frutos, aunque su visión de la naciente democracia es más bien un poco reaccionaria, dado que quienes la interpretan son los medios agrarios, siempre conservadores y atrasados.

Pocos autores han seguido a Delibes en la vuelta al realismo, y no muy afortunados. Hay ejemplos discretos, pero excesivamente académicos. Delibes, en su realismo, nunca perdió una lozanía de actualidad y una gracia redentora, un humor de hombre serio. Una vez, a la salida de la Academia, Cela le preguntó:

-¿Tú no usas helicóptero para las conferencias?
-Nunca lo había pensado.
-Pues yo uso helicóptero y doy tres conferencias en una tarde.

(El procedimiento del Cordobés en las corridas). Y Miguel:

-Tú, Camilo, es que siempre has sido de mucho aparentar

domingo, 13 de diciembre de 2009

Dice Juan Belmonte

por Manuel Chaves Nogales

Por la mañana el efugio no es tan fácil. El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en este estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de orear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere a luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?

Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.

(Otro día, el resto).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Escritura a monedas

por Iñaki Ezkerra

Con motivo de su paso por México y del homenaje que le ha rendido la Feria del Libro de la Guadalajara, Ray Bradbury ha recordado sus difíciles comienzos y cómo empezó a escribir en la Biblioteca de la Universidad de California a la cual no pudo asistir como estudiante porque su familia era demasiado pobre. Fue dentro de esa biblioteca y al descubrir en sus sótanos veinte máquinas de escribir que funcionaban con monedas cuando escribió 'Fahrenheit 451'. Bradbury ha contado cómo decidió inmediatamente que ésa sería su oficina y cómo puso una moneda tras otra -nueve dólares en nueve díashasta acabar la novela que le consagró com
o escritor.

Cuando uno escucha esas declaraciones, cuando imagina a un jovencísimo Bradbury introduciendo con entusiasmo sus monedas en esos antiguos cachivaches, se acuerda del niño que le tira de los pantalones a su padre para que meta otra moneda en uno de esos elefantes o helicópteros o camiones o cohetes espaciales que suele haber en las entradas de ciertos locales y en las galerías comerciales para que los críos no se aburran mientras sus padres comen, beben o compran.
Y uno se acuerda también del ludópata que introduce frenéticamente un euro tras otro en la tragaperras con la esperanza de que le salga el superpremio de una fila entera de fresas o limones. Y uno entiende la ilusión de aquel joven y pobre escritor accediendo a aquellos tanques antediluvianos, apurando cada minuto que cada dólar le otorgaba, volando entre las nubes y estrellas de su primer relato, surcando las carreteras y las selvas de la ficción o viendo caer el torrente de monedas del mejor superpremio: 'Fahrenheit 451'.

domingo, 8 de noviembre de 2009

El día que lo cambió todo

por Ingo Schulze

A menudo me corrigen benévolamente:

-Querrá decir el 9 de noviembre.

-No, el día decisivo fue el 9 de octubre.

-¿Por qué? ¡Pero si el muro cayó el 9 de noviembre!

-Sí, precisamente porque antes se había producido el 9 de octubre.

La mañana del 9 de noviembre no había casi nadie que pensara que aquel mismo día iba a caer el muro. El 9 de octubre, en cambio, sabíamos (y no sólo en Leipzig) que aquella noche marcaría un punto de inflexión tras el cual, de un modo u otro, todo iba a cambiar.

El 9 de octubre era lunes, el primer lunes después del 7 de octubre, fecha de la conmemoración del 40 aniversario de la RDA. Semana tras semana, la manifestación de los lunes, que tenía lugar después de la «oración por la paz», en la Nikolaikirche de Leipzig, se había ido volviendo más multitudinaria. La semana anterior había reunido a casi treinta mil manifestantes.

Solución china. Yo tenía miedo y, al mismo tiempo, estaba eufórico. Motivos para tener miedo había de sobra. Una semana antes se había producido una verdadera batalla campal entre uniformados y manifestantes en la estación, donde se esperaba la llegada de los trenes con los refugiados de la Embajada de Praga. El fin de semana anterior, los uniformados habían cargado violentamente contra manifestantes y curiosos también en Berlín, Leipzig y otras ciudades. En aquellos momentos aún no estábamos al corriente de la violencia brutal, realmente sádica, con que las fuerzas del orden se habían empleado en muchos casos. Hasta entonces, pensaba yo, la inminente celebración del 40 aniversario de la RDA nos había librado de lo peor. Lo peor habría sido la «solución China», tal como se había puesto en práctica hacía cuatro meses en Pekín. El Gobierno de la RDA había aplaudido esa intervención. Algunos rumores aseguraban que se habían habilitado pabellones deportivos como hospitales de emergencia, que los hospitales habían aumentado las reservas de sangre y otras cosas por el estilo. El Leipziger Volkszeitung publicó una inequívoca carta/amenaza de la centuria de los Grupos de Combate de la Clase Obrera «Hans Geiffert», cuyo comandante dejaba clara su intención de poner fin «de forma efectiva y definitiva a cualquier acción contrarrevolucionaria [?] empuñando las armas si fuera necesario».

Y, sin embargo, no nos quedaba otra opción. ¿Cuándo, si no, íbamos a salir a la calle? Si en aquel momento me hubiera acobardado, habría perdido toda credibilidad ante mis amigos y ante mí mismo. Además, nos habíamos quedado en la RDA por eso, para cambiar las cosas.

Neues Forum. En Polonia, el Gobierno de Solidaridad regía ya los destinos del país; en Hungría, el 10 de septiembre habían abierto las fronteras con Austria y al día siguiente, en la RDA, se había fundado el Neues Forum, el primer partido de la oposición. Desde finales de septiembre, el grito de «¡Queremos salir!» se había convertido en un «¡Nos quedamos aquí!». Desde el lunes anterior, el clamor popular era «¡El pueblo somos nosotros!».

Salimos hacia Leipzig por la mañana, por temor a que pudieran cerrar los accesos a la ciudad. Entre Borna y Espenhain nos paró la policía. Comprobaron las luces y los intermitentes, y nos permitieron continuar.

Llegamos a Leipzig y aparcamos frente al Georgi-Dimitroff-Museum, donde actualmente se encuentra el Tribunal Contencioso-Administrativo. En una calle lateral vimos varios furgones policiales y hombres con el uniforme de los Grupos de Combate de la Clase Obrera. Bebían té de una enorme cuba. Los uniformados eran en su mayoría veteranos y a muchos la barriga les colgaba por encima del cinturón. Pasamos junto a ellos, pero cuando los miramos, apartaron la vista. En el centro de la ciudad todo parecía estar como siempre, pero de pronto nos encontramos frente a una larga hilera de furgones policiales. Se oyeron unos ladridos. Los oficiales iban apresuradamente de un vehículo a otro. Desde la plaza situada entre la ópera y la Gewandhaus, la Karl-Marx-Platz, vimos cómo de detrás del Grassi-Musem aparecían cada vez más furgones, que se dirigían hacia la avenida de circunvalación de Leipzig. Los conductores les increpaban haciendo sonar el claxon y los peatones les silbaban.

A las cuatro de la tarde, una hora antes de la «oración por la paz», una multitud se había congregado ya frente a la Nikolaikirche. No sabíamos aún que, siguiendo las órdenes del Partido Socialista Unificado de Alemania, cientos de camaradas del Partido se habían reunido en el interior de la iglesia con el fin de ocupar todos los asientos disponibles. Nos dirigimos hacia la Iglesia Reformada, que se encontraba junto a la avenida de circunvalación y que también estaba llena hasta los topes. Allí, alguien informó de las detenciones del día anterior y leyó (¿o acaso eso sucedió más tarde, a través de los altavoces municipales?) el manifiesto a favor de la no violencia que habían suscrito conjuntamente el secretario de la dirección regional del PSUA, Kurt Meyer, Jochen Pommert, Roland Wötzel, el entonces director de la orquesta de la Gewandhaus, Kurt Masur, el cabaretista Bernd-Lutz Lange y el teólogo Peter Zimmermann. Los seis firmantes habían asumido, de forma bastante realista, que iba a haber una manifestación. Así, aquel manifiesto, que no en vano llevaba la firma de los tres más altos funcionarios de Leipzig, suponía poco menos que la legalización de la manifestación del lunes.

Desde la Iglesia Reformada regresamos a la Karl-Marx-Platz. Las calles y los callejones del centro de la ciudad estaban repletos de gente. Entonces oímos los gritos procedentes de la plaza de la Nikolaikirche. El lunes anterior, al escuchar por primera vez los gritos de «¡Fuera la Stasi!», me sentí como si me hubiera alcanzado un rayo. Me pareció asombroso que aquello fuera posible sin que, al instante, varias cuadrillas de la Staatssicherheit se abatieran sobre los manifestantes. Una semana más tarde, los gritos habían adquirido mucha más confianza.

En marcha. Si nadie ha borrado las grabaciones de las dos cámaras que había situadas encima del edificio de correos de la Karl-Marx-Platz, en ellas debe de verse cómo se originó la manifestación. Para mí, sin embargo, fue como si ésta se formara de un momento para otro. La muchedumbre reunida ante la Nikolaikirche echó a andar hacia la Plaza de la Ópera entre gritos de «¡En marcha, en marcha!» y, de repente, de todas partes, empezó a llegar más y más gente. Todas las personas que había en la plaza, y que hacía un momento parecía que se dirigían a comprar o que simplemente regresaban del trabajo, se incorporaron a la manifestación.

Era imposible decir en qué momento daba uno el paso con el que dejaba de ser un peatón para convertirse en un manifestante. Ante la mirada de las dos cámaras, nos dirigimos hacia el Georgiring, el paseo del edifico de correos, y nos quedamos asombrados al ver que nadie nos lo impedía. Poco antes de llegar al paseo me encontré con una antigua compañera del colegio. «¡¿Tú también aquí?!» Charlando de amistades comunes, llegamos al Georgiring y nos detuvimos en el semáforo para peatones. Los coches pasaron. Cuando el semáforo se puso en verde, cruzamos la calle y giramos a la izquierda, rumbo a la estación de trenes.

La calle era nuestra. Unos instantes más tarde, los coches que esperaban en el semáforo quedaron inmovilizados por la oleada de manifestantes. Era impensable que pudieran seguir circulando. Los pocos coches que nos encontrábamos de frente, frenaban y ponían la marcha atrás. La calle era nuestra.

La tensión me ayudó a participar en los cánticos. Aún me resultaba difícil «pegar gritos» con otras personas. «Gritar consignas» pertenecía al otro mundo, que tanto menospreciábamos. Sin embargo, en aquel momento gritar tuvo la virtud de alejar el miedo y unir más a los presentes: «El Neues Forum es legal», «Elecciones libres», «¡Nos quedamos aquí!», «Sin violencia» y, cada vez más, «El pueblo somos nosotros». ¿Dónde estaban los uniformados? Tuve la sensación de que las «fuerzas de seguridad» se habían esfumado. Recuerdo tan sólo a un policía apostado en la acera izquierda, con las piernas ligeramente separadas, las manos en las caderas y la mirada perdida. Cada vez eran más las personas que se asomaban a las ventanas de las viviendas y de los restaurantes. «¡Uníos a nosotros!», «¡Fuera la Stasi!», «La Stasi, que se busque trabajo» y «Gorbi, Gorbi». Éste último fue el único grito en el que no participé. Todos sabíamos que sin Gorbachov nunca se habría producido un movimiento de aquel calibre, pero a mí me irritaba su actitud en relación con las repúblicas bálticas, donde, al parecer, la fuerza de las armas no estaba ni mucho menos descartada. Doblamos la esquina y entonces vimos que en el Georgiring no cabía ni un alfiler. En aquel momento se produjo un estallido de júbilo. ¿Quién iba a frenar aquella multitud? Nuestra victoria consistió en el hecho de reunir a tanta gente y de que no hubiera ningún idiota útil que se dedicara a tirar piedras. Contra aquella multitud sólo cabía interponer la fuerza de las armas. Y, sin embargo, yo era incapaz de imaginarme que realmente fueran a dispararnos.

Hoy se sabe que durante un buen rato reinó la incertidumbre sobre si alguien iba a ordenar «aplastar la contrarrevolución», lo que habría significado una orden de disparar. No obstante, la central de antidisturbios consideró que cualquier intervención habría sido estéril. Esperaban la aprobación de su decisión desde el Berlín-Este, pero Egon Krenz no se pronunció. Poco después de las 18:30, el primer secretario de la dirección regional del PSUA, Helmut Hackenberg, dio la orden de «permitir el avance de los manifestantes y aguardar en las sombras», siempre y cuando «no se produzcan ataques contra los efectivos, edificios e instalaciones de las fuerzas de seguridad». Así, mientras unos aguardaban en las sombras, otros emergían de éstas.

La Internacional. La manifestación era no sólo pacífica, sino también cada vez más festiva. Nos burlamos de nosotros mismos: ahí estábamos de nuevo, manifestándonos al finalizar la jornada laboral para, al día siguiente, acudir puntualmente a nuestros trabajos. Y, sin embargo, sabíamos que el lunes siguiente íbamos a regresar.

Nos dio por cantar: «Agrupémonos todos en la lucha final. El género humano es La Internacional». El estribillo de La Internacional (casi nadie se sabía la letra más allá de la primera estrofa y el estribillo) me pareció de lo más apropiado. Nosotros éramos La Internacional, nos sentíamos unidos a los polacos, los checoslovacos, los húngaros, los rumanos, los rusos, los chilenos, los surafricanos?

Quien vea las fotografías de la manifestación, se dará cuenta del espacio que había entre los asistentes. No estábamos allí para marchar prietas las filas, no nos cogíamos del brazo, ni llevábamos velas. Las pocas pancartas que había eran pequeñas y pasaban de una persona a otra por encima de las cabezas para que, al final, quedaran cubiertas de miles de huellas dactilares: «Libertad de visado hasta Shangai». Paseábamos rodeados de amigos por la ciudad un día aún cálido de otoño, felices de comprobar que tanta gente se hubiera atrevido (en el sentido literal de la palabra) a salir a la calle. Por primera vez, me di cuenta de qué habían querido decir hacía dos siglos con aquello de fraternité.

Quienes acudimos a la manifestación éramos más bien jóvenes, por lo que los asistentes de edad avanzada eran tratados como si fueran iconos. Junto a nosotros había dos ancianas de setenta y tantos años, y los manifestantes se acercaban constantemente a hablar con ellas o les dedicaban aplausos. Su presencia debía dejarles bien claro a los uniformados que en modo alguno se encontraban frente a un «montón de camorristas».

Perder el miedo. Pasamos frente a la estación pero las puertas estaban cerradas. Quienes llegaban en tren veían cómo les impedían la entrada a la ciudad. Los tranvías, que aguardaban en las paradas, abrieron las puertas. «¡Uníos a nosotros!» Pasamos bajo los puentes para peatones hasta la Friedrich-Engels-Platz, que parecía adormilada. Ante el edificio conocido como Runde Ecke, el cuartel general de la Staatssicherheit, esperaban los uniformados, con sus cascos y sus escudos. Durante las dos últimas semanas nos habíamos llevado una sorpresa al constatar que «nuestros» policías podían tener el mismo aspecto que los del Oeste. Frente a la entrada había apostada una falange de aproximadamente cincuenta agentes. ¿Qué debieron de pensar aquellos chavales a quienes habían ordenado guardar las puertas al ver que la muchedumbre se les acercaba al grito de «¡El pueblo somos nosotros!»? ¿Perdieron el miedo al ver que una columna de manifestantes les daba la espalda? Los manifestantes depositaron velas encendidas en los escalones de la entrada. El Runde Ecke hacía también las veces de prisión y en sus calabozos había aún encerrados varios de los detenidos durante los últimos días y semanas. Cerca del Neues Rathaus había una furgoneta de la policía aparcada en la acera. Los manifestantes discutían con los uniformados que había sentados dentro e incluso los invitaron a fumar. «¡No sois ningunos camorristas!», dijeron los hombres del vehículo.

La propia ciudad nos ofrecía la ruta a seguir: a través de la avenida de circunvalación, siempre recto hasta la Gewandhaus. Rodeamos la ciudad y el círculo se cerró; estábamos de nuevo en la Karl-Marx-Platz. Aquella hora nos había transformado. Éramos más libres y más felices que nunca. Pero no sólo nosotros habíamos cambiado: en las últimas horas, la ciudad y todo el país habían sufrido una metamorfosis. Nuestra alegría, nuestro alivio y nuestro júbilo eran más ruidosos que las trompetas de Jericó. Todo iba a ser distinto, todos los muros iban a caer y el sueño de la Primavera de Praga de 1968 se haría realidad: un socialismo con rostro humano.