miércoles, 31 de enero de 2007

D'Ors y el Prado

Madrid tiene abriles exqusitos y un sin par museo.
Eugenio d'Ors

Ahora que el Museo del Prado (la gran catedral laica de Madrid) cumple años, quisiera recordar que yo conocí el Prado mucho antes de conocerlo, por el libro famoso de don Eugenio d'Ors, Tres horas en el Museo del Prado.

Tres horas que, naturalmente, al maestro se le alargan, ya que pese a su prodigiosa capacidad de síntesis (que deslumbra a Josep Pla), no alcanza a meter su visita en tres horas. ¿Quiere decir esto que mi Prado es el de d'Ors? Me parece que no. El era un clasicista o, más bien, un voluntarista del clasicismo (elogiaba a los griegos cuando quien de verdad le gustaba era Churriguera, pero eso le habría descompuesto la figura). De modo que en las inmortales Tres horas (un teorizador sólo comparable a Benedetto Croce, y también con el veleide fascista) me aprendí yo de pequeño un Prado «clásico». Pero he aquí que de vuelta tardía a Madrid, a mi pueblo, descubro el Prado del Bosco y el Greco, y eso ya es otro rollo. Alguna vez he contado que una novia yonqui que yo tenía me llevaba a ver el Prado suficientemente colocados ambos:




- Al Greco y el Bosco sólo se les puede ver con el colocón.



Un periodista yanqui me decía la otra tarde que los estudiantes americanos prefieren leerme colgados, «porque lo disfrutan más». La clave es la misma: el pintor o escritor que, bueno o malo, amuebla su obra de alucinaciones, imágenes sobreimaginadas, iconos surreales y cosas (todo eso que al singular filósofo José Antonio Marina le despierta la curiosidad por mi escritura), está exigiendo del consumidor que se ponga al mismo nivel de irracionalismo para que haya comunicación y buenas vibraciones.
Al Prado hemos ido mucho. Al Prado hemos ido incluso a ligar en la cafetería, explicándoles a las suecas (de París para arriba todas son suecas) el misterio de Zurbarán, antes de haber visitado uno nunca a Zurbarán. Sin el Prado yo no podría vivir en Madrid, porque allí es donde uno se nutre de imágenes, de historia, de cielos pretéritos y presentísimos, y todo eso da bulto a la prosa y así cumplimos con el mandato de Francis Ponge: «El poeta no debe dar nunca una idea, sino una cosa». Ni el columnista tampoco
Pero el Prado de Eugenio d'Ors, mi Prado adolescente y nunca visto, mi Museo leído es algo a lo que no renunciaré jamás. La bibliografía sobre el Prado es monstruosa, pero no hay nada como el libro del maestro catalán. Porque una imagen de d'Ors vale más que mil palabras de los grandes tratadistas alemanes. Entre el Prado clasicista de d'Ors y el Prado alucinégeno de mi amiga, me quedo con los dos y voy de noche al Prado, como fue Ramón, con una linterna, para desbrozarlo mediante hachazos de luz.




Francisco Umbral

1 comentario:

Anónimo dijo...

A mí me pasa un poquito como a Umbral que, según cuenta, iba a ligar; una servidora ha ido a la cafetería del Museo a comer cuando a los españoles, antes de ser europeos, nos bastaba el DNI para pasar sin pagar. No nos cobraban por bajar a la cafetería. Y se comía muy bien a un precio más que muy razonable.

Sin embargo, a diferencia de Umbral que dice "Sin el Prado no podría vivir en Madrid..." yo, que no soy vecina de Madrid, no puedo dejar de visitar el Museo cuando voy a la capital. Acudo con toda la frecuencia que me permiten mis posibilidades pero menos de lo que me gustaría.

No puedo pasar sin detenerme unos instantes en Velázquez, todo Velázquez, mi Velázquez, repasar sus pinceladas llenas de poesía, detenerme en los trazos, en los colores, en las composiciones.

A pesar de los empujones, gritos del personal, vigilantes que no pueden vigilar porque duermen o leen, japoneses que empujan, flases prohibidos (confieso que procuro ponerme justo delante del objetivo en el momento de disparar la foto y así jorobo la intantánea)

A pesar del precio de la entrada, del poco interés que muestran los comisarios que procuran las temporales.

A pesar de no tener demasiada proyección en algunas comunidades que sólo se miran el ombligo (donde tengo el disgusto de residir) y obvian a la mejor pinacoteca del mundo.

A pesar de todo, amigos, visiten el Prado. Ninguna lectura sustituirá nunca la experiencia de estar delante de ciertos lienzos y perder la noción del tiempo.