por Álvaro Pombo
rriba, en la gran abadía, no nos quisieron a ninguno de los dos. A mi padre —que era mozo de muías con los frailes— lo mató una muía de una mala coz, y mi madre falleció poco después. Nos quedamos solos Juan y yo. Juan, desde niño, estaba delicado de salud, porque nació sietemesino, y por los ataques que le daban, que hasta echaba por la boca espumarajos, y mordiéndose la lengua. El abad mismo salió a vernos. Le esperábamos de pie. Mi hermano sonreía mientras tanto. Al abad le acompañaba un fraile negro. «Señor abad, si no nos acogéis nos echarán de todas partes. Yo podría trabajar en lo que fuese, aunque mi hermano no pudiese, yo podría».
El abad me miraba fijamente. Dijo que nos conocía desde niños y que me tenía a mí por altanero y que no creía que me aclimatase nunca a trabajar, ni de criado ni de nada, y que además en la abadía no quedaban sitios libres. Y yo dije: «Por 'amor de Dios, señor abad, que no tenemos dónde ir, y mi hermano no puede trabajar como los otros aunque quiera. No es por mala voluntad». Pero el abad nos dio la paz y nos echó de la abadía al poco rato. En voz medio baja, para que mi hermano no lo oyese, dije yo: «Quédate con la mierda de tu paz. Juro por Dios que yo jamás voy a dar la paz a nadie». Al pueblo no volvimos, echamos a andar, mejor andar que no hacer nada. Anduvimos así meses y meses, mezclándonos con grupos que iban y venían, para no tener que cruzar solos los bosques solitarios donde grita el cárabo de noche y las aterradoras ramas bajas son premoniciones de homicidios, perdiciones y fantasmas. En ese caminar sin punto fijo, oímos hablar de uno de Asís que junto con otros de su edad iba por los caminos, vuelto loco, eso decían, cantando y predicando el Evangelio.
Aquel año el invierno empezó pronto. A principios de octubre ya hubo heladas. En noviembre ya la nieve no se quitaba de los bordes del camino. El inmisericorde cielo no nos cobijaba, ni los delgados árboles sin hojas, ni los zarzales húmedos. En los pueblos, las puertas no se abrían con tanta facilidad como en verano, malhumoradas las vecinas, que no salían a charlar. Mi hermano tenía mala cara, andaba más despacio cada vez como si le pesaran los pies doble que en primavera o en verano. Me pesaban los pies a mí también. Me dolían las manos, la frente, las narices, si me quitaba la capucha, que olía mal. Decían que el hombrecillo aquel de Asís tampoco tenía casa, ni tampoco sayal de lana buena. Faltaba poco para Navidad. Queríamos llegar a Asís, a ser posible aquella tarde. Pero nos entretuvimos y el rescoldo del sol se remetió en el bosque como ahogándose. A ráfagas empezó a salir la niebla, como venida del infierno a por nosotros por el atrevimiento de viajar como los locos, que comulgan con el frío de las selvas y se alimentan del miedo y de la muerte. En esto, detrás nuestro, pasos rápidos. Encima se nos vinieron tres personas. Eran tres hombres, habló el más pequeño de los tres. El capuchón se le comía la cara casi toda: «¿Qué hacéis aquí vosotros dos? ¿No veis que se espesa más la niebla cada vez y os va a coger la noche?». Y entonces, mi hermano Juan, que nunca hablaba, habló con una voz que yo ignoraba que tenía y dijo: «Es que te esperábamos a ti. Nos han dicho que te compadeces de los pobres, sobre todo en navidades. Y nosotros, pobres somos. Además de muy pequeños, y viajamos con lo puesto y no tenemos dónde ir. Y a mi hermano no le cogen en los pueblos fijo por mi culpa, por los ataques que me dan. Y yo me llamo Juan, y mi hermano, que es mayor que yo dos años, se llama Gil como mi padre».
Aquel año el invierno empezó pronto. A principios de octubre ya hubo heladas. En noviembre ya la nieve no se quitaba de los bordes del camino. El inmisericorde cielo no nos cobijaba, ni los delgados árboles sin hojas, ni los zarzales húmedos. En los pueblos, las puertas no se abrían con tanta facilidad como en verano, malhumoradas las vecinas, que no salían a charlar. Mi hermano tenía mala cara, andaba más despacio cada vez como si le pesaran los pies doble que en primavera o en verano. Me pesaban los pies a mí también. Me dolían las manos, la frente, las narices, si me quitaba la capucha, que olía mal. Decían que el hombrecillo aquel de Asís tampoco tenía casa, ni tampoco sayal de lana buena. Faltaba poco para Navidad. Queríamos llegar a Asís, a ser posible aquella tarde. Pero nos entretuvimos y el rescoldo del sol se remetió en el bosque como ahogándose. A ráfagas empezó a salir la niebla, como venida del infierno a por nosotros por el atrevimiento de viajar como los locos, que comulgan con el frío de las selvas y se alimentan del miedo y de la muerte. En esto, detrás nuestro, pasos rápidos. Encima se nos vinieron tres personas. Eran tres hombres, habló el más pequeño de los tres. El capuchón se le comía la cara casi toda: «¿Qué hacéis aquí vosotros dos? ¿No veis que se espesa más la niebla cada vez y os va a coger la noche?». Y entonces, mi hermano Juan, que nunca hablaba, habló con una voz que yo ignoraba que tenía y dijo: «Es que te esperábamos a ti. Nos han dicho que te compadeces de los pobres, sobre todo en navidades. Y nosotros, pobres somos. Además de muy pequeños, y viajamos con lo puesto y no tenemos dónde ir. Y a mi hermano no le cogen en los pueblos fijo por mi culpa, por los ataques que me dan. Y yo me llamo Juan, y mi hermano, que es mayor que yo dos años, se llama Gil como mi padre».
Y el hombrecillo dijo: «Pues si nos esperabais y además estáis hambrientos, veniros con nosotros, que nos llamamos yo Francisco, éste Gil, como tu hermano, y este tercero, Silvestre, como el bosque donde estamos, aunque, al contrario de este bosque, su corazón es una brasa viva». Nos metimos a dormir en un corral de ovejas que encontramos según íbamos. Y así pasamos muchos días, acompañando a los tres a predicar todas las navidades y Año Nuevo y volviendo a dormir luego al corral. Hasta que un día, Francisco dijo: «Ya nos vamos, venid con nosotros si queréis». Y nosotros respondimos: «Sí queremos». Y nos fuimos.
Cuando Juan murió, seguí yo con los hermanos, familiarizado como estaba ya del todo, y aprendiendo a vivir en hermandad. Hasta que un día, sin querer, de pronto dije a uno que encontré al cruzar el bosque: «Que el Señor te dé la paz». Le di lo que me habían dado los hermanos, la única propiedad que poseían también ellos. Admirable es el Señor en sus santos.
Cuando Juan murió, seguí yo con los hermanos, familiarizado como estaba ya del todo, y aprendiendo a vivir en hermandad. Hasta que un día, sin querer, de pronto dije a uno que encontré al cruzar el bosque: «Que el Señor te dé la paz». Le di lo que me habían dado los hermanos, la única propiedad que poseían también ellos. Admirable es el Señor en sus santos.